María de la Luz Bahamondes es artesana, escultora y tallerista. Vive en la comuna de Rauco, donde ha retomado el trabajo con greda inspirado en una herencia familiar y en años de formación fuera de Chile. Su trayectoria reúne memoria local, aprendizaje autodidacta y la búsqueda constante de nuevas formas de creación.
Transimisión materna
María de la Luz creció en Tricao, un pequeño poblado rural de la comuna de Rauco que, según sus recuerdos, ha permanecido casi intacto con el paso del tiempo: “un pueblito chiquito, pocos pobladores, que no ha crecido mucho; siguen siendo las mismas casas, las mismas familias, poca gente”. En ese entorno marcado por la tradición y la calma, su madre, Dorila Bahamondes, se destacaba como una artesana reconocida, cuya obra dejó una huella profunda en la comunidad y en su propia hija.
María de la Luz rememora vívidamente cómo su madre moldeaba figuras humanas, caballos, toritos, pájaros y floreros, además de crear ceniceros con diseños únicos que luego vendía en cantinas y restaurantes de Curicó. Ella describe con detalle el ingenio con que Dorila transformaba pequeños elementos: “Le ponía la orillita a un sapito chiquito, o a veces hacía como una víbora, y ya era un cenicero. Les ponía el nombre del restaurante rayadito, lo hacía como que calaba la greda antes de cocerla”. Más allá de la técnica, sus obras más admiradas eran los rostros, que lograba reproducir con una precisión sorprendente: “con una foto hacía el rostro idéntico a la persona”. María de la Luz cuenta que su madre se inspiraba en ella para algunas piezas: “hacía mujeres con flores, mujeres tiradas en la playa. Decía que se inspiraba en mí”.
De ese legado, hoy solo conserva una pieza, un toro de greda que estima tiene más de cincuenta años. “Lo guardo como una reliquia”, dice mientras observa cada detalle de la escultura que estuvo en manos de una tía y que volvió a sus manos tras un largo tiempo en México. Esta pieza es para ella un símbolo tangible de un vínculo irrompible con su madre y con la tradición artesanal que le transmitió.
Rememora con nostalgia cómo participaba en el taller familiar, ayudando en la preparación de la greda y recogiendo el material en los cerros cercanos. Sin embargo, confiesa que en aquel entonces no valoraba plenamente ese aprendizaje: “Nunca hice nada porque uno no aprecia las cosas. Yo le ayudaba nada más, pero nunca quise hacer algo. Después, cuando mi mamá ya no estaba, fue cuando me motivé por el recuerdo de ella a hacer lo que ella hacía”.
A los diez años, su vida tomó un nuevo rumbo cuando se trasladó a Rauco para continuar sus estudios, y más adelante a Valparaíso, sin perder nunca el contacto con Tricao, al que regresaba durante las vacaciones. No obstante, un giro inesperado llegaría con el encuentro de un periodista extranjero, con quien se casó y emprendió una extensa travesía por América Latina, marcando así un capítulo decisivo en su historia personal.
Viaje por América y formación en México
Viajó por tierra en una casa rodante a través de Sudamérica, pasando por países como Perú, Colombia y Ecuador. En ese trayecto, su esposo realizaba entrevistas para medios centroamericanos. Finalmente se instalaron en Guatemala por dos años, y luego en México, donde viviría casi tres décadas.
En México se vinculó activamente con el quehacer cultural local. Vivió en Salamanca, en el estado de Guanajuato, donde la Casa de la Cultura local se convirtió en su principal espacio de formación. Ahí tomó cursos de escultura en cera de abeja, vitral, velas escamadas y modelado ornamental. «Me gustaba mucho ir a aprender, zafarme un poquito de la casa», señala. Asistía regularmente a talleres, lo que le permitió desarrollar habilidades técnicas de alto nivel.
Su dedicación fue reconocida oficialmente cuando obtuvo el primer lugar en creatividad en un concurso regional del estado de Guanajuato. La obra que presentó fue una escultura en cera de abeja inspirada en la leyenda de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. Representó a la mujer dormida como una figura desnuda cubierta con un manto fino y bordado. A sus pies, modeló al guerrero Popocatépetl hincado, con taparrabo, penacho y pigmentación de bronce oscuro. “Me nació representar a los dos volcanes más famosos de la capital, pasarlos a figuras humanas”, recuerda. Este premio no solo validó su trabajo, sino que la consolidó como una figura reconocida dentro del circuito artesanal local.
Junto a esta obra, realizó otras piezas en cera de temática religiosa y cultural. Produjo nacimientos completos, figuras del Niño Jesús, la Virgen María y San José. También modeló una pieza inspirada en la Virgen de la Piedad, donde María sostiene el cuerpo de Cristo tras el descendimiento, cuyos detalles, expresiones y anatomías destaca por la finura con la que lo trabajó. Además elaboró figuras de indígenas mexicanos, con trajes tradicionales, utilizando moldes libres y gran nivel de detalle anatómico.
“Después, cuando mi mamá ya no estaba, fue cuando me motivé por el recuerdo de ella a hacer lo que ella hacía”
El regreso a Chile y reencuentro con la greda
Volvió a Chile en 2011, luego de varios años recibiendo invitaciones de su familia y tras un largo periodo de reflexión. Se instaló primero en Viña del Mar, pero poco después decidió regresar a Rauco, el lugar donde había pasado parte de su infancia. “Rauco siempre estuvo en mi corazón”, afirma. En sus primeros años trabajó en packing frutícola y como cuidadora de personas mayores, hasta que retomó su vínculo con la artesanía.
Inicialmente experimentó con alebrijes, figuras fantásticas de cartonería propias del arte popular mexicano. Realizó una exposición en la Biblioteca de Rauco, orientada especialmente a estudiantes de las escuelas. “El chiste era que los niños vinieran”, comenta. La recepción infantil fue entusiasta: se detenían sorprendidos ante las formas y colores. “Un pescado con patas de gallo”, recuerda que decían, riendo. Sin embargo, el entusiasmo no fue compartido por los adultos. “Las mamás decían: ‘¿Pero cómo te gusta eso, hijo?’, como si se espantaran”, relata. La exposición duró cerca de una semana, y aunque siguieron llegando escolares, no se concretaron ventas. “No tuvo el éxito que yo esperaba”. Ante la falta de espacio para almacenar las piezas, optó por regalar algunas y destruir otras. “Lo tuve que quemar porque no tenía dónde ponerlo”, explica.
Luz no volvió a trabajar en artesanía hasta que retomó la greda de forma inesperada, a raíz de una invitación de la compañía La Gredosa Circo. Fue contactada por Paola, quien le solicitó algunas piezas para la obra Corazón de Greda. “Lléveselo nomás, lo que le sirva”, respondió. Durante una función en Curicó fue presentada públicamente, lo que marcó el inicio de su reconocimiento local. “Me aplaudieron, me hicieron un obsequio, y ahí empezó el que me conociera la gente”.
Talleres, situación actual y proyecciones
Después de su participación en la obra, María de la Luz fue convocada por la Corporación Cultural de Rauco para impartir un taller de greda. La iniciativa tuvo una duración de ocho meses y, según relata, representó una experiencia enriquecedora tanto para ella como para quienes asistieron. “Fue muy buena, las chicas que tuve como alumnas, todas muy dedicadas, les gusta mucho, quieren seguir con la greda”, señala, reconociendo el entusiasmo y compromiso de las participantes.
Aunque el taller de greda tuvo una buena acogida, no se le dio continuidad una vez finalizado el ciclo. Si bien el espacio de formación se mantuvo activo, las actividades derivaron hacia otras técnicas, como el trabajo con hoja de choclo, disciplina que María de la Luz también domina y ha seguido enseñando con dedicación, aunque reconoce que no tiene el mismo simbolismo ni la misma profundidad emocional que la greda.
Para ella, el interés por este oficio persiste de manera latente en la comunidad. Señala que muchas personas se acercan a la greda no solo por lo que pueden crear, sino por el valor afectivo que la práctica despierta. “Las chicas que han tomado el curso, también como yo se pierden haciendo [greda]. Muchas tienen también recuerdos de la abuela, de la mamá; en su casa hacían greda, muchas de ellas han crecido viendo hacer greda”, comenta. Es, precisamente, esa conexión íntima con la memoria lo que le da sentido al trabajo y que, afrima, se está perdiendo.
A pesar de esto, María de la Luz mantiene intacto su compromiso con la transmisión del oficio. Insiste en la necesidad de generar instancias que permitan a la comunidad reencontrarse con esta tradición local. “Para mí, esto no debe terminar. Tiene que seguir, hacerse talleres, que toda la gente que es rauquina, que se siente de Rauco, que aprenda a hacer cosas de greda. Yo estoy dispuesta incluso a enseñar sin cobrar, con tal de que aprendan a trabajar la greda”, afirma, convencida de que el valor del conocimiento artesanal está en compartirlo y mantenerlo vivo.
María de la Luz Bahamondes es una artista integral, apasionada por su oficio y heredera de una tradición ancestral rauquina. En cada pieza, en cada taller, mantiene viva la memoria de quienes modelaron la greda antes que ella.