Durante décadas estuve ahí, ineherte, pero siempre presente. Por mis tablas de madera pasaron generaciones de rauquinos, con sus pasos, sus historias y sus sueños.
En un principio era un puente pequeño, sencillo pero funcional. Cumpliendo mi propósito sin mucha ostentación, facilitando el tránsito de quien lo necesitara.
Con el paso de los años, fui creciendo. Me reforzaron con fuertes pilares, cambiaron mis tablas multiples veces y así, me transforme en un largo y bello puente colgante, suspendido en la memoria de quien pasó sobre mi.
Sobre mi caminaron familias enteras. Vi a bebés dar sus inseguros pero enérgicos primeros pasos y ancianos cruzarme con andar cansado y lento, cargado de recuerdos.
Escuché carcajadas de jóvenes al pasar en grupo, llenos de vida y que con jolgorio iban a divertirse en las orillas del estero, entre mis pilares o a mi alrededor, como si yo fuera un amigo más con el que compartir una anécdota de juventud.
Sentí el andar de bicicletas, el vaivén de mochilas escolares, el paso apurado de vecinas y vecinos, la calma de quienes venían solo a mirar el agua correr.
Fui testigo de incontables encuentros, abrazos que se daban y despedidas que dolían, y silencios que hablaban más que mil palabras.
Vi al estero crecer y crecer hasta desbordarse, aislando a quienes vivian por el cerro, observando como aun así, se las ingeniaban para poder cruzar.
Vi celebrar semanas rauquinas, llenando todo el sector de actividades y alegría, incluyéndome en las celebraciones del pueblo.
Presencié como familias iban a lavar lana en la orilla del río, como niños y adultos recolectaban mariscos cuando aun abundaban. Tantas personas ir al puquio por agua fresca y tantas cañas ser lanzadas al estero con la esperanza de una buena pesca.
Me arrullaron durante tantos años el canto de las ranas de la laguna que había bajo de mi.
Escuché a chiquillos y chiquillas soñar en voz alta, planear un futuro grande desde un pequeño pueblo.
Escuché también las penas del alma, confesadas al viento o murmuradas al agua, como si esperaran que el estero las llevara lejos.
Fui testigo de juegos y travesuras. Escuché las vocecitas de niñas y niños recién aprendiendo nadar, entre risas y chapoteos. Otros cuantos lanzándose a toda velocidad en sus cámaras, pasando bajo mis tablas mientras sus madres iban presurosas a alcanzarles, entre carcajadas y sustos. Cuántos cientos de rauquinos vi crecer, madurar y hasta morir.
Cada crujido de mi madera fue un susurro del pasado. Cada paso sobre mí, un eco profundo de la memoria viva de este pueblo. A veces, pasé desapercibido, fundido con el paisaje. Otras veces fui el centro de la vida diaria: el cruce obligado, el lugar de encuentro, el escenario de lo cotidiano. Pero siempre estuve aquí, firme y callado, acompañando.
No era solo un puente. Era parte del alma de Rauco. Un testigo silencioso del paso del tiempo, un guardián de cientos de historias tejidas entre maderas y pasos, un lazo suspendido entre generaciones, entre el ayer y el mañana. Un testigo de artistas, músicos, poetas, que crearon en mi entorno.
Hasta que un invierno…llovió como hacía décadas no llovía, como volviendo a la memoria de otros inviernos. El cielo pareció romperse en un llanto incesante y tormentoso, y el estero, aquel que tantas veces me arrulló con su murmullo, se levantó con furia, con una fuerza desbordada que no recordaba.
El agua creció sin tregua. Subió, empujó, desgarró. Y aunque me aferré con todo lo que era, aunque mis pilares resistieron como pudieron, la corriente me llevó con ella. Me arrastró entre troncos, barro y recuerdos. Llevándose el agua lo que fue mi cuerpo deshecho, disperso, apenas restos de lo que durante tantos años sostuvo tantas personas.
Solo quedaron mis viejos pilares, solitarios y firmes en medio del agua brava y turbia, como testigos tercos de lo que alguna vez fui. Como una promesa de que, aunque el puente se haya ido, mi espíritu sigue aquí, y quizás algún día volveré.
Porque los puentes no solo unen orillas. También unen memorias. Y mientras Rauco recuerde, yo seguiré aquí, en cada relato, en cada fotografía antigua, en cada paso que vuelva a cruzarme cuando renazca.
Soy más que madera y clavos. Soy historia, soy resistencia, soy pertenencia. Soy, eternamente, parte del alma de Rauco. Y espero que me sigan recordando, para que no me olviden.